Subo esta novela que escribí allá por el 2005, 11 años ya con algunos retoques pero sin demasiadas modificaciones. El texto refleja un poco la locura de ese entonces, de un adolescente lector de Stephen King, Poe y Lovecraft que quería aportar algo al mundo de lo monstruoso fantástico, de esos personajes que ven fantasmas internos afuera de esa posibilidad de explorar en uno siendo otro, lo otro, lo extremo, el límite, la locura.
No es una gran obra, para nada, pero la considero, dentro de su densidad, llevadera. Espero no equivocarme.
Octubre 2016
22
Alejandro José Pugliese
2005
Prólogo
La presión que ejercían las manos de Raquel sobre su cuello era
bestial. Era imposible detener aquella furia, se había resignado a la lucha,
había dado algunos golpes, sí, pero sin convicción, en consecuencia, la locura
de ella lo había vencido con mucha facilidad, conduciéndolo sin resistencia
alguna a un destino fatal. Sabía que todas las cartas estaban echadas de
antemano, que no quedaba nada por agregar ante tanta enfermedad, que era imposible
la existencia de un mínimo de raciocinio a esa altura, pues ella ya había decidido.
Lo único que él podía hacer era esperar la muerte en las manos de la mujer que
alguna vez amó y luego se dedicó a cuidar como padre; sólo podía cerrar los
ojos y ofrecer una mueca parecida a la compasión a esa cara que lo observaba
con odio visceral. Una mirada invadida por un fuego interior espantoso, el cual
él sentía arder en lo más profundo de su ser. Sin duda, tenía ante sí una
expresión de locura que jamás se hubiese podido plasmar en representación
humana alguna.
Cinco minutos más de agonizar observando la oscuridad de su
interior, aceptando resignado la muerte, deseándola. Sin embargo, antes de partir,
de sentir que todo estaba más que perdido, Joaquín hizo un último esfuerzo por
abrir sus ojos. En ellos, comenzó a brillar una ansiosa sed de venganza, de arremeter
ferozmente contra su opresora, contra la asesina que lo observaba desencajada,
desentendiéndose de su penetrante mirada. Pero aquello era imposible, ya no había
tiempo para defenderse o resistir, sus fuerzas lo abandonaban por completo: era
el agónico final. Sus ojos se cerraron lentamente, mientras pensaba en lo absurdo
de la situación, se hacía una silenciosa pregunta: “¿por qué todo era tan injusto?”.
Pasado ese lapso de pelea y sofocación, sucedió lo inevitable:
Joaquín murió. Su espera había cesado, su cabeza golpeó contra un reloj que
cayó al suelo y se detuvo en el veintidós, la hora en que todo se acababa para
él y su mundo. El estatismo no sólo se marcaba en lo temporal, sino también en
la sangre que cubría las verdes paredes de la habitación, en el desorden tan
quieto del fin del combate, en el silencio de aquella mujer que, aún con las
manos apretando el cuello quebrado, contenía la respiración y miraba poseída al
cadáver.
Una delgada línea de sangre salió de la nariz de Raquel y cayó sobre
el rostro de Joaquín. Volvió en sí. Se levantó confusa y pensó, equívocamente,
que su sufrimiento había acabado, que ya nada podía complicarse. Pero no se
imaginaba lo errada que estaba, puesto que todo empezaba en ese mismo instante,
en esa misma habitación llena de sangre, de locura, de rastros de lucha y de
odio; continuaría en su nuevo y último recorrido, en las horas siguientes, las
cuales culminarían volviéndola loca.
I
Raquel estaba parada, inmóvil, inexpresiva en medio de su habitación
del departamento de la calle Güemes. Miraba el cuerpo muerto de su esposo,
tendido boca arriba sobre la cama. Se miró las manos sin comprender que ellas
habían sido las garras que con tanta presión apretaron ese cuello quebrado y
roto. Saliendo de su ensimismamiento, se acercó lentamente, le acarició las
piernas, se sentó a un costado y empezó a llorar. Tensa, angustiada, aproximó
sus labios al oído, ya sordo, de Joaquín. En un intento desesperado por sacarse
de encima toda la tristeza y la bronca que pesaba sobre ella, gritó:
- ¡Estúpido! Por tu culpa y la puta de tu secretaria mirá cómo
terminamos. ¡Te odio!
Empujó el cuerpo hacía el lado derecho de la cama cual una bolsa inútil.
El largo cabello rubio del cadáver (ahora amarronado por las manchas de sangre
que lo teñían) cayó precipitadamente al suelo y dejó al descubierto el rostro
pálido por la asfixia. Sintió un poco de impresión por el cuello que colgaba, roto,
fuera de la cama aunque un gran sentimiento de asco se estaba apoderando de
ella. La locura, producida por la humillación y la infamia que ella tanto había
temido, podía más que la compasión. Fuera de quicio, tirándose de los pelos,
pintando su rostro, más que manchando con la sangre del otro, con la propia,
volvía a decirle, una y otra vez, repetitiva, con suaves susurros, con sus
monstruosos labios pegados al oído, como llevando adelante un ritual en que el
muerto aún pudiese oírla: “Te odio, te odio”.
Cansada de llorar y de hablarle, decidió apartarse de la cama para
recoger las cosas que, por la brutal pelea, habían caído del bolso con el que
pensaba huir a cualquier sitio que fuese lo más lejano posible de lo que alguna
vez había llamado hogar.
Gracias a que su marido no tenía una gran estatura, pudo tapar por
completo el cadáver con la sábana ensangrentada y así evitar la visión de aquel
hombre falaz que, consideraba, le había arruinado la vida y la fantasía.
Dirigiéndose hacia el baño, pasó por una mesa de luz en donde había fotos de
vacaciones, fiestas y casamiento, que la mano nerviosa, pero, lentamente, fue
dejando caer una por una. Al llegar frente al lavatorio, miró su rostro desquiciado,
desabrido, desierto. Se clavó los ojos en la sonrisa macabra que se le había
dibujado y, mecánicamente, autómata enajenado, se lavó la sangre que la
empapaba. Sólo limpiar bien esa sangre en su piel importaba. Huiría, nadie la
encontraría. No importaba lo sucio, la escena del crimen, no la encontrarían.
Finalizado su aseo, y viendo que su reloj pulsera marcaba casi las
doce de la noche, guardó todo necesario para un largo viaje a la libertad mental.
Llevaba su bolso, pulcramente vestida, con una camisa, un chaleco y una pollera
pasando sus rodillas. Desde la puerta, se despidió dando un saludo al aire sin
esperar respuestas y sin cerrar con llave.
En la puerta de calle, tomó, en seco, tres pastillas. Ansiolíticos.
Pensó que la cantidad estaba bien para mantenerla en calma, aunque él médico le
había dicho que sólo debía ingerir una cada doce horas. Las había dejado de
tomar hacía más de tres meses para demostrarle a su esposo que no las
necesitaba, así que quizás tres de un golpe anestesiarían lo contenido y
reprimido en ese tiempo. Jamás comentó nada a Joaquín, pues la hubiese obligado
a tomarlas aunque ella no quisiera; siempre igual, si ella estaba enferma, él
exageraba los cuidados hasta el hartazgo para encubrir mentiras. Intentando
sacar toda aquella ofuscación de su mente, se fue hacía su auto para salir lo
antes posible de la odiosa y maldecida ciudad para desaparecer de todo lo que
la acosaba, de los engaños, de los fantasmas.
Cuando entró en el coche vio que en el asiento del acompañante había
una carpeta con una historia clínica registrada en un hospital psiquiátrico. Su
nombre y sus apellidos figuraban allí. Apretó con fuerza el acelerador al mismo
tiempo que arrojó la carpeta al aire, la cual se deshojó desperdigándose sobre
la vereda. En el suelo se leía la última página:
Resumen del caso
Paciente: Serafina de Chelox, Raquel
Internada: el 12 de abril del año 1995 por intento de homicidio y
agresión contra su esposo: Chelox, Joaquín.
Patología: frecuentes alucinaciones, grave alteración de la
realidad, intento de homicidio inconsciente.
Alta médica: el día 22 de abril del 2000. Se cree totalmente curada.
Período de medicación: 7 años.
II
Habían pasado seis largas horas de oscura carretera y el efecto del
narcótico estaba desapareciendo. Y eso que había sobrepasado la dosis
recomendada. Sus ojos amenazaron a llenarse, inexplicablemente, de lágrimas que
la obligó a detener el coche al costado de la ruta, pues no podía seguir
conduciendo en ese estado lamentable.
Parada en aquel paisaje árido y solitario intentaba calmarse. El
primer intento fue pensar que Joaquín nunca había existido, que sólo había sido
una ilusión, un mal sueño, un mero amigo imaginario, que su mente era capaz de
crear personajes que parecieran reales; pero era imposible despegarse de todo
lo vivido, en especial de los últimos días, imaginar que aquello fuese una mera
ilusión, una fantasía, era un verdadero sinsentido. Agitada por aquella
impotencia que planteaba el olvido, empezó a golpear la bocina repetitivamente
para descargarse. Su rostro mostraba serias señales de nerviosismo; su boca
emitía unos ruidos desagradables y molestos producidos por el entrechocar de los
dientes; sus labios se cerraban y abrían frenéticamente como si estuviese
besando al aire. Su cuerpo le exigía más pastillas, se invadía de movimientos
nerviosos para demostrarle que sin las drogas no podría calmarse y seguir.
“Tengo que resistir”, aquél era el único pensamiento que anidaba en
su cabeza, puesto que no tenía demasiadas pastillas como para aplacar las
ansias durante aquel viaje sin destino. Inmersa en aquella desesperación,
inició la búsqueda en el mapa, que llevaba dentro de la guantera, de un hotel
en donde detener su agitada marcha y alojarse para descansar un poco su
atareada mente. Sin embargo, la intranquilidad creció sobremanera al notar que
en el mapa no existía ningún hotel, ni albergue, cercano. Miraba el pedazo de
papel tembloroso con expresión confusa
pues se había dado cuenta de que no entendía por dónde estaba yendo. No había
prestado atención en ningún momento de su recorrido a los carteles de señalización
y ahora recordaba que hacía más de veinte minutos que en la ruta que había
estado recorriendo no había visto pasar ningún auto, lo que la dejó totalmente
desconcertada puesto que a diestra y siniestra sólo se podía comprobar que el
paraje estaba completamente desierto. Estaba resignada, desconocía su ubicación
y aquello empezaba a resultarle un gran problema ya que no había ningún cartel
que le indicará por dónde iba; ni un solo maldito cartel, ninguna casa, ningún
accidente geográfico. Lo único que había visto, desde el momento en que huyó de
la ciudad y comenzó a prestarle un poco de atención al camino, fue la solitaria
carretera en la que se encontraba prisionera.
Subió al auto atareada y arrancó otra vez con la esperanza de
toparse, por lo menos, con alguna casa en donde poder alojarse aquella noche.
Acomodó el espejo retrovisor y al ver sus ojos le aparecieron en su imaginación
imágenes del crimen. No podía borrar de su cabeza la mirada vengativa con que
Joaquín la había despedido antes de morir bajo la presión de sus manos.
Recordaba con terror aquella sonrisa que le había ofrecido, había sido realmente
horrible, se le heló la piel al pensar en ella, porque sabía que en esa sonrisa
escondía los peores sentimientos que pudiese albergar un alma humana hacia
otra. Su cabeza sabía que la tranquilidad que había abrazado gracias a las
pastillas era irrecuperable y apretó con más fuerza el acelerador para
encontrar algún paraje salvador.
Recorrida una nueva hora de ruta desierta, el milagro tan esperado
por su corazón se hizo presente como caído del cielo. Los colores del amanecer,
de las cinco y media, a quinientos metros, junto a un cartel que anunciaba que
estaba conduciendo por la ruta veintidós, le revelaron la existencia de un
hotel. El hotel como la ruta debían de ser nuevos ya que no existían sus
localizaciones en el mapa que siempre había sido actualizado por Joaquín, pues
viajaba, frecuentemente, solo o con su secretaria por cuestiones de trabajo. Al recordar aquello último, contuvo una
carcajada de ira y pensó “Ahora tu zorrita te va tener que ir a buscar al
infierno basura mentirosa”. Cruzó el portón de entrada del hotel y vio que en
el garaje no había ningún auto así que estacionó sin problemas pensando que, con
suerte, sería la única que se hospedara allí y que no habría inquilinos que la
inquietasen. Bajó del auto con el bolso y su cartera, fue hasta la entrada y
volvió a ingerir dos ansiolíticos.
“Hotel el veintidós”
El cartel, escrito con caligrafía precaria, se posaba sobre una roja
puerta que le desagradó sobremanera. Antes de ingresar, sacó unos lentes negros
de su cartera para ocultar lo rojo de sus ojos nerviosos y entró con paso
elegante intentando parecer natural para no llamar la atención con su aspecto.
El lugar parecía acogedor, las paredes estaban pintadas de un suave
celeste y el mobiliario era bastante modesto. Miró derredor, un poco más
relajada gracias al efecto que le producían las patillas, y tomó la
determinación de hacer todo lo más rápido posible, evitar cualquier contacto visual
con la gente que hubiese en ese lugar, para irse a descansar.
La última preocupación de Raquel ya se podía desvanecer. En la pared
estaban colgadas las llaves de todas las habitaciones del hotel. Detrás de la
computadora apareció un joven al cual no se le distinguía bien el rostro por la
luz del sol que entraba por una de las ventanas. Ella lo saludó sin prestarle
atención y pidió una habitación alterando suavemente la voz. El muchacho le
pidió su documente y ella le dio el que no llevaba su apellido de casada, por
si la noticia del difunto ya había sido difundida por la televisión o la radio.
Por primera, vez luego del asesinato, fue precavida.
- Señorita Estela, con la noche en la habitación viene incluido el
desayuno, el almuerzo y la cena. El desayuno es intercontinental, lo servimos a
las ocho de la mañana y el almuerzo es una delicia que prepara por mi madre, a
la una. La cena, si tiene la suerte de quedarse, será una sorpresa.- dijo el
hombre anotando los datos en la computadora.
- Muchas gracias, pero dudo que asista. Me siento muy fatigada por
el viaje… preferiría descansar hasta tarde, disculpe- se excusó mirando
distraída por encima del mostrador.
- Como desee- anotó rápidamente dos cruces en un papel, lo puso en
la mesa y le indicó con el dedo- Firme aquí y aquí por favor.
- Sí – asintió tomando la hoja.
La firmó y advirtió que pasar la noche en el hotel le costaría mil
pesos, lo que le pareció excesivo para un hotel de condiciones medio bajas.
Enojada, sacó de la cartera el dinero, le pagó entregándole la hoja y se dio
media vuelta para dirigirse a la habitación que le había sido otorgada: la
número veintidós. Cuando llamó al ascensor para subir al corredor que la
llevaba a su cuarto, vio que se le acercaba el recepcionista con paso firme y decidido.
- Perdone, señorita, se olvidó su documento- le tendió el documento,
la miró, le sonrió cordialmente y después de que ella agarrase el documento,
siguió con la mano tendida- Joaquín Suárez, a su servicio.
Raquel se alteró al escuchar el nombre de su marido en esa voz
extraña. Pensó que era una burla del destino, hasta entonces había estado
obnubilada en sí misma, pero su impresión fue peor al prestarle verdadera
atención. Notaba una impresionante semejanza física con su esposo: el pelo
rubio, los ojos celestes penetrantes, un metro sesenta. El cuerpo le tembló de
los pies a la cabeza, el bolso que llevaba en su mano derecha cayó estrepitosamente
al suelo y sintió que se desvanecía.
Joaquín, al ver tal reacción
de la mujer se asustó y la abrazó para que no se desplomase de espaldas. La tuvo
rígida en sus brazos por unos segundos que fueron eternos. Ella, volviendo en
sí, lo apartó velozmente alegando que se encontraba bien y se agachó para recoger
el bolso, pero él se anticipó y guardó algunos artículos que se habían caído de
aquél. Mientras lo cerraba se quedó mirando a Raquel que, si bien parecía
recompuesta, aún mostraba una expresión rígida en su rostro y seguro, intuía
él, su vista se perdía en la nada aunque los lentes negros no se la dejasen ver.
Levantándose, le volvió a preguntar a Raquel si se encontraba mejor mientras le
tendía el bolso. Al escuchar la voz del individuo, muy diferente a la de su
esposo, se produjo una ruptura en el tiempo estático en el cual se había sumido
hacía unos segundos, saliendo de lo que había sentido como un trance de pánico.
Tomó el bolso y respondió suavemente:
- Estoy un poco cansada, es sólo eso. El viaje ha sido agotador y
necesito horas de sueño.
- Me parece bien. Perdone que sea molesto, pero alimentarse la ayudará
a recuperar las fuerzas. Por favor, asista al desayuno, la estaremos esperando
en la mesa veintidós a las ocho.- Raquel asintió apretando fuerte el bolso, le
tendió la mano al joven en forma de despedida cordial.
- No le prometo nada, hasta luego- subió al ascensor.
III
Ingresó en la habitación veintidós trabando desde adentro la puerta
con llave, al mirar derredor notó que era un lugar acogedor y amplio. Las
paredes estaban pintadas de un blanco que inspiraba paz y armonía, sentimientos
que tanto le hacían falta. Sobre la cabecera de la cama colgaba un cuadro
rupestre de colores cálidos que desencajaba con el exterior desierto que la
había estado rodeando. Cautivada por el cuarto, apoyó el bolso en la cama y fue
directamente a darse una ducha.
Abrió la llave de paso del agua caliente y comenzó a desvestirse
sintiendo que cada ropa que se sacaba era una gran carga que la había estado
molestando horriblemente a lo largo de la noche. Entró con cautela para sentir
la temperatura del agua, puso la mano debajo: salía tibia, cosa que no acostumbra
suceder en los hoteles que había conocido. Se metió sin titubear debajo del
agua, corriéndose el pelo hacia atrás, y empezó a sentir un gran placer ante las
gotas que se desplazaban suaves sobre su cuerpo, era tanta la fatiga de sus huesos
que aquella lluvia liviana simulaba una sesión de acupuntura sobre sí.
Había pasado más de veinte minutos debajo del agua y no tenía ganas
de moverse de allí. En ese tiempo recapacitó en lo ocurrido en la puerta del
ascensor. No estaba segura de que aquel hombre, que se había presentado con el
mismo nombre de su esposo, se pareciese a su esposo, si no que sospechaba de un
mal juego de su mente alterada por el crimen. Mientras refregaba sus senos,
sonrió al reconocer que su accionar ante tal situación había sido por demás
exagerado. Sí, sin duda lo había sido, la única respuesta a esa reacción era la
susceptibilidad provocada por los hechos de la noche pasada.
Aumentó la fuerza del chorro para sentir la lluvia caer más pesada
sobre su piel y así tratar de experimentar un alivio aún mayor. Por su cuerpo
se deslizaban suaves burbujas de jabón. Tomó la esponja y fregó su cuerpo. Se
mordió los labios, lo sabía y no podía esconderse de aquella verdad: si bien
quien parecía el dueño del hotel no era igual a su marido tenía un gran
parecido. Sí, las voces eran diferentes, pero la semejanza de los ojos, el
color de pelo y la estatura eran escalofriantes similares. Un temblor la
recorrió por completo al cavilar en aquellas deducciones y dejó resbalar de su
mano la esponja. Se sentía tan torpe al rememorar a Joaquín, sus manos le
temblaban de tal forma que no le era posible sostener nada, su vista se perdía
en puntos fijos, en algo que le era invisible pero que evidentemente estaba
allí y buscaba en vano pues era imposible encontrarle sentido, y menos aún con
la razón pues no había explicación alguna que surgiese en su mente alterada.
Finalizado el baño, salió con la toalla cubriéndola, miró el reloj
que colgaba de una de las paredes de la pequeña habitación y analizó que lo
mejor sería irse a dormir y dejar que la noche pasara velozmente. No deseaba
desayunar, ni ir a comer al mediodía, si podía descansaría hasta entrada la
tarde, necesitaba horas de encierro, un poco de tranquilidad y, en especial,
evitar un nuevo encuentro con el joven Joaquín.
Al salir hacia el dormitorio vio la cama y su rostro quedó desencajado
en una mueca de terror y locura. No podía creer lo que sus ojos le mostraban:
las sábanas totalmente sucias y revueltas, en esa cama que le había parecido
muy agradable, ahora se mostraba conformada por unos oxidados caños de acero
como si fuese el lecho de un hospital abandonado. No solo eso se había
modificado, sino también el cuarto había cambiado sus paredes macizas por unos
podridos tablones de maderas, en los cuales se leía, escrito con sangre, el
número de la habitación por todos lados. Estaba espantada, quiso voltear para
encerrarse en el baño, pero cuando palpo la puerta, notó que solo estaba
tocando una de esas maderas podridas y húmedas que cubrían todo el lugar. El
terror fue peor cuando percibió que dentro de la cama resaltaba un bulto que emitía
un lento movimiento ascendente y descendente. Una respiración.
Raquel aterrada se apretaba más contra la pared con una mano en su
corazón al notar que de la sábana brotaban manchones de sangre del bulto
informe. Envuelta en aquel espanto y sin saber qué hacer, tomó un jarrón que se
encontraba a su derecha, en una mesita y lo tiró fuertemente contra la cama. El
jarrón se hizo añicos contra el bulto, algunos trozos se incrustaron en las
maderas de la pared, pero aquél no se movió. Raquel se acercó tomando una silla
y levantándola por sobre su espalda en posición de ataque. El silencio de la
habitación hacía que el cuerpo de Raquel se pusiese aún más tenso. Las gotas de
la ducha, que antes habían recorrido su rostro de una manera tan suave, ahora
pasaban a ser densas gotas de sudor que bajaban hasta sus ojos irritándolos
llenándolos de lágrimas saladas con gran sopor. Se colocó a un costado de la
cama, para contemplar más de cerca el objetivo. Cuando quedó enfrentada, ahogó
un grito con una bocanada de aire, pues a través de la sábana escarlata, la
masa amorfa comenzaba a agitar más su respiración y a ascender con cierta
velocidad hacia ella. No tenía duda, allí dentro se encontraba una animal o una
persona, algo vivo que buscaba atacarla.
Sin titubear decidió que lo mejor sería actuar rápido, levantar la
sábana y golpear directamente a lo que fuese que se encontrase en esa cama. Golpear
en la cabeza sin dejar que actúe. Contuvo la respiración, corrió con la pierna la
sábana y, cerrando los ojos sudados, vio en su mente que la silla que bajaba
iba dirigida al cuerpo muerto de Joaquín. La reproducción mental era perfecta,
el golpe bajaba en ese mismo momento, lugar y tiempo, con toda su desesperación,
sobre su esposo, igual que lo había dejado en su casa, estirado y con el cuello
roto.
Sin embargo, luego de dado el golpe, la silla rebotó como un resorte
al pegar en seco contra el colchón vacío. El impacto la hizo caer de bruces en
el suelo. Raquel abrió los ojos desorientada, tratando de recuperar sus
fuerzas. Sosteniéndose en una de las patas de la cama, intentó reincorporarse.
No comprendía qué sucedía, cómo había cambiado todo de esa forma, las paredes
estaban sin sangre, la habitación no mostraba más vida que la suya en su
interior, quién le estaba jugando esa broma tan pesada.
Miró de redor, el miedo la invadió al cerciorarse que la habitación
era la misma que había dejado hacía unos minutos al entrar al baño, no había ninguna
madera pintada que la rodeara, todo era blanco y el cuadro rupestre seguía
sobre la cabecera como si nada. Lo único raro que halló, luego de revisar cada
resquicio, era que la llave que había dejado en la cerradura estaba sobre la
almohada con el veintidós enfrentándola.
Contrariada, avergonzada de su terror y preocupada porque las
alucinaciones se agravaban y se presentaban demasiado reales, se puso a hacer
la cama. Mientras levantaba las sábanas, revisó y verificó que no había
siquiera una minúscula manchita de sangre. No había nada. Apenada se arrojó
rendida en el suelo, tocó su rostro y sintió desconsolada como unas débiles
lágrimas caían. Sabía que había visto a Joaquín en aquel lugar, no estaba loca,
¿o sí? Debía negárselo, debía autoconvencerse de que nada de eso había ocurrido,
de que era un juego horrible que le provocaba la culpa porque si no lo veía de
ese modo realmente enloquecería. Desde la postración en que se encontraba,
estiró su mano hacia el bolso, sacó una de las tablitas de ansiolíticos e ingirió
tres. Guardó el medicamente y pensó que éste no servía, que el psiquiatra se había
burlado de ella, como lo había hecho su marido con esa sucia secretaria.
Miró el reloj que colgaba en la pared de la habitación, anunciaba
las siete y media. Los planes cambiaban, iría a desayunar para olvidarse de
aquel mal momento y le preguntaría al conserje si alguien más podía llegar a
tener una copia de la llave del cuarto. También tendría que inventar algún
accidente para excusarse del jarrón que había roto. Salió de su habitación
poniéndose los antejos negros, tenía que saber cómo había sido posible que las
llaves apareciesen allí, estaba segura de haberlas dejado en la puerta, de no
ser así, alguien tenía que haber entrado desde afuera, desde alguna ventana,
quizás. Tendría que averiguarlo.
IV
El nerviosismo y el terror no sólo se encarnaban en aquel lejano
hotel, sino que sentimientos similares se vivían en la casa de Joaquín y
Raquel. Allí se encontraban investigando siete policías. En el hall, Francisco
Molinedo, un policía corpulento, interrogaba al portero, un hombre ajetreado
por los años, más aún por los acontecimientos que le presenciar en aquel
departamento en donde se había cometido un cruento asesinato. El portero
hablaba totalmente conmovido:
-... ¿entiende don? Yo escuché gritos y cosas que se rompían, no
quise meterme porque respeto la intimidad de las parejas, vio. Cuando sentí que
las cosas se habían calmado salí a barrer la acera, fue ahí cuando vi que la
señora de Chelox salía desesperada hacía el auto... no, primero se detuvo en la
puerta a tomar unas pastillas y después se dirigió al auto (le puedo decir todo
esto porque en ese momento me hallaba escondido detrás de un árbol en la noche).
Cuando subió al auto arrancó sin titubeos y arrojó al aire la carpeta que le
entregué.- El portero hizo una pausa y tomó aire para contar la parte que le
era más dolorosa, cambiando su voz a un tono ronco – Esperé una hora e invadido
por la intriga, me dirigí a tocarle la puerta al señor Chelox. Nadie respondió,
lo que me resultó raro porque al señor no lo había visto salir... Entonces,
acosado por la más grande de las intrigas, moví el picaporte y me encontré con
que la puerta estaba abierta... sé que es irrupción en propiedad privada, pero
mi atrevimiento me hizo entrar. Estaba sintiendo mucho miedo por los hechos que
acontecían. – Su voz terminó quebrantándose y sólo se escuchó un suave murmullo
– En ese momento, cuando entré a esa maldita habitación, que parecía el mismo
infierno, vi el cuerpo del señor Chelox tapado por una sábana llena de sangre.
Qué horrible resultó presenciar todo eso señor, un hombre tan joven muerto de
aquella forma tan sanguinaria. Cuando intenté levantarle la cabeza noté que su
cuello... que su cuello se encontraba totalmente roto... - rompió a llorar.
- Me imagino el mal momento que pasó - lo interrumpió Francisco.-
Puede irse y descansar, se lo merece. Le avisaré si lo llegamos a necesitar
para atestiguar en el caso.
El portero asintió débilmente y se fue cabizbajo hacía la puerta del
pasillo. Molinedo se quedó mirando cómo se iba el pobre hombre. Rápidamente se
dirigió hacia él una mujer rubia. Se puso los lentes sobre la nariz e hizo un
ademán con la mano para que la dama hablase:
- Señor Molinedo, ha llegado el cuerpo de Joaquín Chelox a la
morgue- le informó.
- ¿Alguna noticia de su esposa?
- Por el momento ninguna, señor. Se ha informado a la comunidad toda,
a través de los medios nacionales, que se reporte a la policía si llega a ser
visto un auto Renault rojo con la patente IKV 235.
- Gracias al cielo no hay nada que investigar, solamente hay que
buscar a la asesina.
Al terminar esas palabras, entró solo en el cuarto donde se había
cometido el crimen. Se sentó pensativo en el borde de la cama (en el lugar
donde hacía varias horas se había sentado Raquel extenuada por la lucha). Tomó
del piso la carpeta que le había sido entregada por el portero y empezó a pasar
las hojas sin leerlas. Después de ese momento de ensimismamiento, perdido en
las letras que decían el nombre de la asesina, levantó la vista y observó todos
los destrozos que había sufrido la habitación, a causa de esa riña fatal. Había
rastros de sangre por todos los lugares, no podía entender cómo sucedían estos
crímenes tan oscuros entre gente que supuestamente se había casado porque se
amaba. ¿Cómo el ser humano podía llegar a ser un animal tan traicionero y sanguinario?
No encontraba respuesta a tal pregunta o no quería, prefería cerrar los ojos y
tratar aquel caso con la mayor frialdad posible puesto que si no lo afectaría y
no era lo que debía pasarle, ya estaba viejo para esas cosas. Cuando dirigió la
vista resignado hacia la puerta vio que Jorge, su mejor amigo de la seccional,
entraba tranquilamente.
- Y ¿qué te parece, Francisco? Según la primera internación, la
mujer era una trastornada por las telenovelas y los policiales, lo que alteró
su realidad, una Bobary moderna y peligrosa. Inventó una historia de engaños
con la secretaria del marido, que no tenía, y luego intentó matar al esposo.
Fue encerrada en un neuropsiquíatrico por cinco años, se curó y salió medicada.
Un año después llevó a cabo nuevamente su intento, pero para mala suerte del
hombre… cumplió con éxito su cometido. – dijo Jorge mientras se desplomaba exageradamente
al lado de su amigo.
- ¿Qué me va a parecer? Una locura. Lo único que habrá que
investigar después de encontrar a la señora Raquel es cómo fue que quedó libre
de ese neuropsiquíatrico y por qué no se le controlaba la medicación. Debajo de
la almohada se han encontrado unas veinte pastillas con saliva, que seguramente
habría simulado tomar antes de acostarse.
- Pobre pibe, che. Le perdonó la vida a la minita luego del primer
intento, pensando que podía ser reformada y esa ingenuidad terminó con él,
encima...
Jorge fue interrumpido por un joven policía que irrumpió
estrepitosamente en el cuarto, totalmente cansado y jadeante que les informó:
- ... Señor, un hombre vio... el auto de nuestra prófuga yéndose por
una ruta en construcción y todavía intransitable... queda a seis horas de
aquí... pasados cuatro kilómetros la ruta no está finalizada. Con el cálculo de
que hace seis horas ha partido del edificio, se debe de encontrar en una zona
desértica, en puro campo.
Los dos policías al escuchar esta gran noticia saltaron al unísono
de la cama y salieron corriendo hacia la puerta. En el umbral, Molinedo agarró
del hombro al joven y le dijo:
- Benitez, por favor, quédese usted con los suboficiales, peritos y
forenses custodiando este lugar de la prensa, intente que no se enteren de esta
información hasta nuevo aviso.- mirando a todos los hombres que se hallaban en
el pasillo- Fíjense si encuentran alguna pista nueva, aunque la asesina no se
esforzó por borrar nada, todo lo que está aquí la culpa directamente. - Nuevamente
se dirigió a Benitez- Nosotros vamos por un compañero más. Mande un helicóptero
a rastrear la zona, adiós.
Francisco y Jorge bajaron velozmente las escaleras, salieron a la
calle como si estuviesen huyendo de un incendio y subieron a la patrulla para
emprender el viaje hacia el camino de la locura.
V
Raquel aun no se decidía si bajar al comedor o volver a su
habitación e intentar dormir un poco. Estaba con la espalda apoyada en la pared
del pasillo en frente de su puerta con los ojos cerrados. ¿Cómo podía
preguntarle al dueño, a Joaquín, sobre las llaves sin explicarle la locura que
había vivido? No, no tenía que explicarle nada, sólo decirle que había encontrado
las llaves en un sitio distinto del que ella las había dejado. Suspiró, se
irguió y fue hacia el ascensor. Allí se miró en el espejo, se sacó los lentes
pensando que iba a quedar ridículo desayunar así, los guardó en la pequeña
cartera y se maquilló para disimular sus ojos hinchados por el llanto.
Entró en el comedor del hotel, las paredes estaban pintadas con un
suave marrón que le daba un aspecto hogareño y grato. El lugar era muy pequeño en relación con las
treinta y cinco habitaciones con las que disponía el edificio. ¿Cómo harían
para servir en temporada alta a tanta gente?
Notó, aún con más sorpresa,
que no había ningún comensal en el salón. En una de las paredes, sobre grandes
espejos, colgaba un reloj electrónico descompuesto fijo en las veintidós horas.
Revisó su reloj pulsera y vio que eran las ocho y diez, por qué nadie había bajado
a desayunar. El hotel no era muy concurrido, como tampoco debía ser frecuentada
la ruta por la cual se llegaba, lo que le dejaba una sola hipótesis sobre las
llaves, la que se había negado a pensar, que quien hubiese ingresado en su
habitación fuese el mismo dueño.
El miedo se apoderó de ella, no sabía si salir corriendo, dejar sus
pertenencias en el cuarto y huir hacia el auto para marcharse de allí o
enfrentar la situación. Finalmente, la última postura fue la que ganó, recordó
lo sucedido la noche anterior y sabía que era capaz de enfrentar y matar a un
hombre si era necesario. No dejaría que nadie más se burlase de ella, debía
saber quién le había jugado esa horrenda broma.
Buscó con la mirada la mesa, lo que no le costó mucho trabajo ya que
en ella resplandecía un triángulo de madera pintado con un extravagante dorado
con el número veintidós brillando en un plateado glasee, que la invitaba a
sentarse. Se ubicó distante en la mesa, simulando que no esperar nada ni a
nadie. Sus ojos se perdieron con un gesto abstraído hacia el exterior.
Repentinamente fue sorprendida por una voz que surgió detrás de su espalda
haciéndola saltar de la silla:
- Así que se decidió a venir...- Era Joaquín que inmediatamente se puso frente
a ella para calmarla ataviado de mozo.- Disculpe por asustarla. No la
esperábamos. Debo admitirlo, señorita Estela, que me es muy grata sorpresa su
presencia.
- Muchas gracias, necesito despejarme de la pesada noche de viaje.
Además, el cansancio me abrió el apetito.- se acomodó el pelo y miró el rostro
de Joaquín que sonreía modestamente.
- Bueno, señorita, ya le traigo unos tostados con un café, ¿le
parece bien?
Raquel asintió mientras
el joven se dirigía hacia la cocina. A los pocos minutos, Joaquín ingresó con
una bandeja que contenía una gran taza de café con leche y un plato con tostado
de jamón y queso. Todo le fue servido con gran prolijidad en la mesa y Raquel desayunó
en una parsimoniosa soledad.
El silencio que imperaba en el ambiente le servía para pensar en cómo
actuaría ante su duda, si preguntarle directamente o como quien no quiere la
cosa. También se puso a cavilar sobre hacia dónde ir cuando supiese la respuesta
que necesitaba. Sabía que el cuerpo de su esposo iba a ser encontrado y que lo
mejor sería estar lo más lejos posible, en un lugar en el cual nadie la
conociese. Debía desaparecer en alguna provincia lejana, de pocos habitantes,
en donde la comunicación con el exterior fuera escasa o nula ya que había
dejado las huellas del crimen desperdigadas por todos lados. No le interesaba
que la descubrieran, sino el volver a ser encerrada, puesto que esta vez no
sería en un neuropsiquíatrico, sino en la cárcel.
Al acabar lo servido, se sorprendió por su voracidad y porque aún
sentía hambre. Llamó a Joaquín que barría el lugar para que le trajera más café
y algunas tostadas. Se sintió rara al llamarlo por el nombre, más aún el tono
familiar en su voz, pero el aspecto oscuro de la noche que había tenido
contrastaba de tal manera con el buen trato recibido que no le interesaba nada.
Joaquín llegó con una pequeña bandeja en su brazo izquierdo donde llevaba lo
pedido, y algo que extraño sobremanera a Raquel, dos copas y una botella de
champagne.
- Aquí tiene, señorita Estela, espero que no sea muy temprano para
una copita de buen champagne- dijo Joaquín apoyándole la bandeja en la mesa.
- Por favor, Joaquín, no se lo voy a negar. – Al oír esas palabras
en la cara de Joaquín se dibujó una mueca de felicidad.
- Me alegra que así sea. Sé que no es la hora indicada, y además el
café… pero como es la única visitante quería ofrecerle una copa de cómo agradecimiento
de la casa, sabiendo que no se va a quedar demasiado tiempo.
Raquel sonrió y aceptó sin titubear, aunque le extrañó esa
afirmación sobre el tiempo en que se quedaría allí. Asió la copa que el otro le
daba, sintiendo que eso era lo mejor para romper el hielo y preguntarle sobre
la llave. Joaquín descorchó la botella, le sirvió, brindaron sonrientes,
bebieron de golpe y al terminar, él se dio media vuelta para volver a la cocina.
- Espere, Joaquín, no quiero parecer atrevida. – Joaquín giró
sorprendido- No sé como acertó, pero este es el único día que me quedaré aquí
¿no le molesta quedarse a charlar un rato? Por favor, no me gusta la soledad y
me queda un largo recorrido.
- La verdad que es un gran cumplido, permítame sentarme.
Joaquín se sentó frente a ella. Raquel volvió a servir champagne en
las copas y le dio la copa llena hasta el tope pidiéndole que brinde por lo que
desease. Joaquín miró meditativo un instante los ojos de Raquel como buscando
que ella lo reconociese, o le dijese algunas palabras más profundas y luego
vociferó:
- ¡Porque pase una muy buena estadía y que pueda ir a un lugar
mejor!
- Por un lugar mejor.
Las copas golpearon suavemente. Todo parecía estar en la mayor de
las perfecciones y armonías, pero algo incomodó en demasía a Raquel. En el
rostro de Joaquín se había dibujado una sonrisa horrenda, que le hacía recordar
algo que había querido borrar con lo más profundo de su ser: a la imagen tenebrosa
de su esposo antes de morir. No sabía si era real lo que observaba o producto
de su imaginación, fuese como fuese, el golpe que provocó sobre ella ese
recuerdo hizo que su estómago se revolviese. Con la mayor discreción posible devolvió
el líquido que había introducido en su boca a la copa, tosió suavemente dejando
el champagne en la mesa y mirando rápidamente al piso.
- ¿Está bien, Estela? – Preguntó alarmado Joaquín acercándose con la
silla.
- Sí, no se preocupe. No estoy acostumbrada a tomar alcohol- mintió
sin quitar la vista del suelo.
- Entonces– titubeó él- despegue
esos ojos del piso y regáleme su hermosa mirada.
Sin creer lo que escuchaba, Raquel empezó a sollozar, le había
tocado una fibra bastante débil de su interior. Ese hombre era bueno, no quería
arruinar ese momento y desistió de hacerle cualquier pregunta, pues parecía
incapaz de llevar a cabo una acción como la de la llave. Con los ojos mojados,
levantó la cabeza y vio la cara de perplejidad de Joaquín ante su reacción, que
estaba más cerca de ella y se abalanzó en un abrazo hacía él, acostando su cabeza
en el pecho.
- ¿Qué le pasa, Estela? ¿Está llorando por algo que le dije?
Disculpe si la ofendí, no era mi intención- su rostro seguía inmutable,
invadido por una gran perplejidad, pero soltó sus brazos y la abrazó como un
padre.
- No, no sea tonto. Lo que me dijo fue hermoso- se enjugó las
lágrimas con el puño del traje de él.- Hace mucho que nadie me dice algo lindo,
una se desacostumbra.
- Hace mucho que no hay gente que sepa apreciar tanta belleza. ¿No
tiene pareja?
- Ayer mismo me separé de mi marido, el hijo de puta estaba
engañándome con la zorra de su secretaria – se soltó de los brazos de Joaquín, bebió
de un sorbo el champagne que antes había escupido, irguió su cuerpo y
levantando el tono de voz prosiguió– ¡Eso es, el muy hijo de puta me lo
ocultaba! Pero yo siempre supe la verdad, no como vidrio. Encima tenía el
coraje de decirme que yo estaba loca, que imaginaba todo y que nunca había
pasado nada entre ellos.
- ¿Pero usted los encontró haciendo algo? – Indagó él interesado en
el tema.
- No hacía falta, se notaba con sólo mirarlo. Además, la muy zorra, llamaba
todo el día a casa, se reunían fuera de los horarios laborales. Después llegaba
a la casa y no hacíamos el amor porque se encontraba muy extenuado.
- Los hombres son tan ciegos a veces que se dejan guiar por sus
instintos primitivos, buscando de forma constante satisfacer su deseo - Raquel
había vuelto a caer, su llanto era imparable.- No se aflija. Beba un poco más
de champagne. Le hará bien olvidar los sinsabores– observó la copa de ella y
siguió– Y además, veo que le gustó.- volvió a llenar la copa hasta el tope.
Las horas caían tranquilamente, Joaquín trajo otra botella, mientras
que las tostadas y el café quedaron relegados en la mesa vecina. El reloj de Raquel
marcaba las diez de la mañana y pedía que el tiempo pasase más lento, pues ya
no habían preocupaciones ni interrogantes en su cabeza y sentía que podía
desistir de por vida de las pastillas para relajarse. Miró el reloj eléctrico
de la pared y rogó que todo siguiese así, que en ese comedor el tiempo fuese
eterno y se anclase en esas ilusorias veintidós horas que no habían cambiado en
el reloj de la pared.
La charla se prolongaba tanto que ya no existía incomodidad, Raquel
estaba tendida sobre las rodillas de Joaquín. Él le contó que nunca había
tenido una pareja y que ya con veintiséis años (los cuales, para Raquel, no
aparentaba) le gustaría encontrar a alguien que lo acompañara, pues, realmente,
la hotelería era un trabajo solitario. Ambos se miraban tiernamente como viejos
conocidos que por los azares de la vida habían sido distanciados y que al
encontrarse después de mucho tiempo se contaban todo lo que había sucedido en
ese tiempo en que habían vivido separados. Se contemplaban con tanto amor que
superaba en amplios sentidos a la complicidad típica de la amistad.
VI
Eran
las doce del mediodía, ambos estaban atareados, el tinte de la charla había
cambiado y se había tornado más avivada que hacia unas horas. La causa, sin duda,
era que habían bebido cinco botellas de champagne. En el ambiente se sentían
las consecuencias del alcohol: no quedaban palabras coherentes, los movimientos
se habían vuelto toscos y torpes, las intenciones eran ambiguas lo que
provocaba que todo se tornase confuso y conflictivo.
Joaquín,
luego de brindar por décima vez, intentó besar impulsivamente a Raquel, quizás
seducido por el dulce momento vivido o por el nivel de embriaguez, pero la
respuesta de ella fue un fuerte cachetazo que le hizo girar la cara. Joaquín
quedó congelado ante la reacción de Raquel, mientras que ella se despegó de un
salto de su lado y se puso a llorar.
-¿Por
qué esa reacción, Raquel?- dijo él apretándose la mejilla izquierda con una
mano por el impacto recibido.
-
¡Sos un impertinente, pensás que soy una
cualquiera! ¡No te voy a besar! Ustedes los hombres son todos iguales, buscan
cualquier instante para aprovecharse - gritó desesperada tomando el frasco de
pastillas de su cartera.
-¿Por
qué me rechazas? ¿Cuál es la razón? -
preguntó este absorto.- Ambos estamos solos.
-
...La razón... es que sos igual a mi ex-marido, sos muy parecido a él, me causa
pavor besarte, me traes recuerdos horrendos.
-
Puedo llegar a ser parecido en lo físico, pero no en la forma de actuar. – Respondió
el joven acercándose y besándole la frente.
Raquel
estaba confundida por el alcohol, sintió girar el mundo ante sus ojos y no negó
la nueva invitación de Joaquín para apoyar su cabeza sobre las rodillas. Todo
lo que estaba pasando era tan extraño, pero al mismo tiempo la tranquilizaba,
le servía para desahogarse. Cerró los ojos, guardó las pastillas en su cartera.
Nunca hubiese imaginado que iba a terminar contándole casi todo a un hombre que
había conocido hacía unas pocas horas, a un extraño. Pero así se había dado,
ese que la había intentado besar y al cual había rechazado, comenzaba a ser
visto con gran ternura. Sintió que le estaba dando lo que hacía mucho tiempo no
recibía de nadie: amor. Se arrepentía de haberlo golpeado aunque quizás se justificase
por el caos vivido y el alcohol. Lo miró y reconoció que tenía que estar
agradecida a ese hombre por intentar calmarla.
Entonces
prefirió dejarse llevar por el silencio formado después de la charla de parentescos
y, sin darse cuenta, acercó sus labios a los de él, como atraída por un imán,
por una fuerza totalmente ajena a ella. Joaquín no vaciló y la envolvió en sus
brazos. El beso se prolongó por varios minutos. Por fin, sus cuerpos estaban
más juntos que nunca, hasta que impetuosamente se escuchó sonar la alarma del
reloj de la pared. Joaquín la empujó al suelo, ella cayó. Allí, contempló,
entre adolorida y aturdida, que el reloj, que sonaba sin descanso, seguía
marcando las veintidós horas titilando frenéticamente. En el instante en que
intentó reincorporarse, recibió un duro golpe en la nuca, sus ojos se cerraron y
cayó desmayada.
VII
La
conciencia de Raquel se restableció lentamente. En lo primero que fijo su
mirada fue en el techo, lo que le dio la pauta de que seguía tirada, pero se
extrañó al reconocer que ese no era el techo del comedor, sino el techo blanco
de la habitación veintidós. Intentó levantarse de lo que reconoció como la
cama, pero unas cuerdas gruesas aprisionaban sus brazos y sus piernas. Empezó a
gritar, a pedir ayuda a Joaquín, puesto que creía que habían entrado a robar en
el hotel. Lo que la llevaba a aquel razonamiento era que un lugar tan lejano y
solitario era propicio para el asalto.
En
pocos minutos, en respuesta a sus gritos, escuchó el ruido de la puerta
abriéndose, cerró los ojos y los puños a causa del miedo, pensando que podría
ser alguno de los asaltantes que vendría a lastimarla. La puerta siguió
abriéndose con un suave crujir que hacía que la piel de Raquel se erizase. El
picaporte golpeó contra la pared, Raquel oía unos sigilosos pasos que avanzaban
hacia ella, sus puños y sus ojos se contrajeron con una fuerza aun mayor.
-
Por fin se despertó, señorita de la veintidós.- dijo una voz conocida.
Raquel
atinó a abrir los ojos, confusa, pero al escuchar las palabras que prosiguieron,
sus esperanzas se apagaron y fueron invadidas por el terror más profundo que
jamás había conocido haciéndola volver a cerrarlos.
–
Levántate que la muerta no sos vos, soy yo.
El
individuo del cual salía esa voz rasposa y conocida, continuó acercándose a
ella. Con sus labios rozó lenta y suavemente el cuello de Raquel lo que hizo
que se le erizase más la piel. Arrastrando sus gélidos labios por el cuello de
ella llegó hasta la mejilla y la besó. La mente de Raquel se esforzaba por
negar todo lo que estaba pasando pero era inútil.
-
¿No vas a mirarme, amor? Abrí los ojos ¿o tenés miedo de ver cómo me dejaste?
Raquel
se negaba a cumplir aquel pedido, no quería, pero una fuerza mayor que su voluntad
se los hizo abrir y se encontró con lo inevitable, lo predecible luego de haber
escuchado esa voz y esa forma de hablar, tan antigua, tan común: la de su marido.
El
terror era total, el cuarto ahora volvía a mostrar las maderas podridas que
había visto hace unas horas con los números veintidós escritos con sangre. El
rostro de ella se deformó a causa del miedo, se negaba a creer que todo fuese
real, que la persona que había sido muerta por sus propias manos, estuviese al
lado de su rostro mirándola.
La
cara del muerto era espantosa, la piel estaba totalmente pálida; el cuello
caía, quebrao, hacía el hombro derecho; el pelo seguía enmarañado y bañado en
sangre. Aunque lo peor eran los ojos, dos cavidades roja escarlata que daban la
impresión de estar mirando un abismal infierno. El cuerpo de Raquel se convulsionaba
en la cama, empezaba a salir de su boca una baba blanca y espumosa, parecía un
grave ataque de epilepsia, su boca repetía ritualmente las mismas palabras:
-
Por favor, las píldoras – su cuerpo se retraía y se volvía a estirar repetidas
veces en cortos tiempos.
El
muerto se movió de la cama a la puerta riendo estrepitosamente. Luego volvió
hacia ella. Raquel movió el cuello para ver cómo se desplazaba el cuerpo del
difunto Joaquín. Era un espectáculo tétrico, no movía las rodillas ni los
tobillos en cada avance de pies. Joaquín volvió a acercar los labios a ella, hacía
su oído y le dijo:
-
¿Ahora querés las pastillas que no tomabas por la noche, nena mala? – El frasco
parecía levitar en sus manos transparentes – ¡Tomá! – Ocho ansiolíticos fueron
arrojados en la boca de Raquel que no pudo evitarlo- Ahora te vas a
tranquilizar, porque quiero que me escuches. Sabés que mi muerte fue injusta,
que tu locura hizo que inventes una historia absurda de engaño con mi
secretaria. Ya habíamos pasado un episodio en el cual tu locura te había hecho
atacarme bestialmente, pero te pude detener. En esa oportunidad te dije que si
algo así se repetía, no te perdonaría. Me mataste para que eso no ocurriese,
pero no te iba a dejar tranquila, no ibas a salir impune del crimen. Como veras
estoy cumpliendo con mi palabra. Pero esa primera vez para intentar darte otra
oportunidad, te interné por cinco años en un instituto psiquiátrico. Te amaba,
jamás te engañé, pero lo viviste poniendo en duda imaginándote entremezclada en
una de las tantas historias de amor y pasión que veías en novelas y películas
que ganaban siempre a tu realidad.
“Creí,
como habían asegurado los médicos, que habías salido curada. Aún no entiendo
cómo lograste engañarnos a todos tan magistralmente. En fin, volviste con la
misma enfermedad, y esta vez tu ataque fue incontenible, tu furia era inmensa,
feroz, me rendí. En mi cabeza, antes de morir físicamente, sólo hubo una cosa
que me tranquilizó, el saber que no te me vengaría. Me desprendí de mí dejando
la mejor cara de pasividad en el exterior, pero un furor de venganza en mi alma.
Me escapé para vengarme, para acabar con tu locura y asesinarte.
El
cuerpo destrozado de Joaquín se desfiguró, convirtiéndose en un humo negro totalmente
incorpóreo. Era una sombra que comenzaba a devorarse la poca luz de la habitación.
Raquel estaba paralizada, la sombra formó un oscuro y nuboso veintidós e
ingresó por la nariz. Sus ojos se fueron invadiendo de pequeñas venas rojas, de
su nariz y su boca comenzó a manar ríos de sangre. La cama se comenzó a bañar
en su líquido sanguíneo y mirando fijamente el mugriento techo de madera acabo
el recorrido, la fuga de Raquel.
VIII
Lunes
22 de noviembre del 2000.
Tres
policías se encuentran en pleno desierto cerca de una casilla de madera,
ubicada en lo que anuncia un cartel pintado a mano como “Ruta veintidós”. Al
costado, está detenido el auto de Raquel y a su lado, un patrullero. Dos de los
policías están fuera, mientras que uno sale limpiándose los anteojos.
-
¡La puta madre, juro que no lo entiendo! Mató a su esposo en el departamento
dejando huellas por doquier. Se vino hasta la nada a una casa de madera, en una
ruta en construcción y se suicidó de una sobredosis ansiolítica.- dijo Molinedo
que se reunía a paso lento con sus dos compañeros.
-
Francisco, eso no es lo peor.- respondió Jorge que se encontraba sentado en el
capot del patrullero de Molinedo.-
Estábamos charlando de la cantidad de veintidós escritos en la pared con
la sangre de sus muñecas. ¿En qué grado de locura estaba inmersa esa pobre mujer?
Lo escribió veintidós veces exactas. Es todo demasiado tétrico.
-
La locura puede llegar a tales extremos. Imaginate, en sus informes dice que a
los veintiséis años fue internada en una clínica psiquiátrica por haber
intentado asesinar a su esposo, con el cual llevaba tres años de noviazgo y dos
años de matrimonio. Pasó internada cinco años y salió el veintidós de abril de
este mismo año, curada bajo medicación. En la noche de ayer mató a su esposo y
vino aquí a culminar con su desdichada vida.- Molinedo mientras encendía un
cigarrillo frenando su perorata y se sentó desganado en el capot de su patrullero
al costado de Jorge.
-
Francisco, la locura humana es incomprensible. Pensar que con esta historia los
diarios van a vender a lo pavote. Los principales periodistas amarillistas de
la ciudad ya están por llegar para regalarle a la gente las noticias que más
disfrutan, las de pura violencia, la cual rechazan pudorosamente pero realmente
anhelan para llenar su cuota de morbosidad. Nadie se habrá perdido en estas
horas de seguir las noticias sobre el caso, lo único que quieren es ver al
muerto y a la asesina presa. Viven mirando cara a cara la locura en que está
inmersa la sociedad, el verdadero rostro de ella, que cada vez se pudre más,
aunque en realidad para ellos será como una serie policial más, hasta que les
pase y no lo puedan soportar como le ha ocurrido a esta joven.